martes, 21 de junio de 2011

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Rofg sube y anda como funámbulo sobre un muro de la vecindad (escribo en presente y no en pasado, como dicen los entendidos que hay que contar los recuerdos, porque las conjugaciones poco importan en esto, poco importa si voy y vengo saltando del hoy al ayer y viceversa, poco importa el tiempo desde donde voy reviviendo lo que te cuento, desde donde hablo, yo que tanto esfuerzo hacía para hablar; poco importa si ahora es cuando escuchas Yolanda, tú que en vida parecías no escuchar a nadie) Rofg, avanza seguro, manteniendo el equilibrio sobre tres o cuatro metros de desgastados ladrillos, con trozos de vidrio incrustado en el cemento, hasta que por fin llega a la azotea de la primera casa; un techo de hormigón que sabe el más firme de la vecindad, sin goteras y con dos pequeños tragaluces desde donde se ve el interior de una cocina y un baño, una azotea que a pesar del polvo y las hojas secas, a pesar del montón de taburetes rotos, de los cadáveres de pájaros y varios cartones desperdigados Rofg cree que es el mejor lugar de la tierra, porque es donde más protegido se siente; porque en esos cuarenta metros cuadrados empieza y acaba su reino. Ahí puede mirar sin que le miren, puede ver a su tío boxeador entrar al callejón, ver a su abuela irse a trabajar, ver en la esquina pelear a su hermano Mario con un chico de otra vecindad, ve los patios de las casas del otro lado de la calle, el techo de su casa, el de los vecinos, la azotea porosa de los baños comunitarios, las marañas de los tendederos del barrio y la ventana de la casa de enfrente de la vecindad, donde todos los días se asoma Beatriz, la niña de su edad con la que en algunas tardes se esconde en un rincón del patio de la vecindad para jugar a morderle los labios.


En esa misma azotea vio volver a su madre, te vio regresar una vez más Yolanda, con el pelo cubriéndote la cara, arrastrando los pies, flaca y derrotada.


Desde que desapareciste la primera vez tus tres hijos escuchaban de la abuela la misma cantaleta, las mismas mentiras sobre ti una y otra vez. Decía que te habías ido a trabajar muy lejos, que te esforzabas mucho para conseguir una fortuna y poder comprar una casa para todos. Brenda, tu hija mayor, de tanto oír la misma historia un día dejó de creerla y empezó a odiarte en la distancia. Mario quizá jamás creyó una palabra de todo eso o tal vez lo creyó demasiado como para hablar del tema después de la desilusión. Rofg siempre lo creyó y te veneraba en la distancia mientras te imaginaba trabajando día y noche para comprar una casa como afirmaba la abuela, con una cama para cada uno, seca, sin goteras en el techo y con las cuatro paredes firmes, de ladrillo y cemento, y con cerradura y picaportes en las puertas como las de la gente pudiente.


Todos los días antes de salir de casa la abuela rezaba frente a un altar atiborrado de figuras religiosas y objetos cabalísticos. Rofg imaginaba que la abuela necesitaba todos esos santos para encomendar a cada uno de ellos la protección de sus nueve hijos. Rofg miraba con atención a la abuela rogando por tu regreso a san Judas Tadeo, patrón de los casos difíciles y desesperados. Rofg creía que esa figura de yeso tenía algo de mágico pero a veces fallaba un poco porque tú te marchabas y volvías de alguna parte siempre con las manos vacías pero llena de promesas, de rencor contra el padre de tus hijos y con suplicas empapadas de alcohol.


La última vez que volviste Rofg no recordaba tu rostro pero si recordaba con claridad cuando le hablabas de tus hijos muertos, de Arturo, de cómo murió para que él viviera, de cómo sus hermanos fueron enterrados en neveras de corcho blanco que el ayuntamiento en su enorme bondad obsequió, de cómo terminabas llorando y maldiciendo a Agustín, a ese hombre que decías era un mal nacido, un carterista, un ladrón de poca monta, un mugroso guitarrista de bares que siete veces hizo equivocarte, siete veces te metió en su cama, siete veces te hizo parir engendros que te hacían recordarle todos los días. Rofg recuerda cuando lo llevabas a escondidas a ver a ese hombre que se parecía tanto a él pero que jamás llamó padre y que nunca vio besarte. A quién si recuerda que besabas a escondidas era a un tal Fernando. Rofg recuerda la vez que llevaste a tus tres hijos a verle, haciéndoles prometer que guardarían el secreto para siempre (promesa que hoy ha roto) y que tuvieron que esperar más de tres horas dentro de un volkswagen destartalado mientras tú tal vez te volvías a equivocar pero en esta ocasión con el novio de una de tus hermanas. Ahí, subido en la azotea, viéndote volver por última vez Rofg recordó (igual que ahora yo recuerdo) que siempre que reías era por Agustín o por Fernando o cualquier hombre con el que te vio besarte pero jamás por tus hijos.


Una semana, una sola semana bastó para que a Rofg se le acabase el cariño que te tenía, ese que alimentó en tu ausencia imaginándote como una heroína salvándole de las patadas de tu hermano el púgil. Una semana bastó para que Rofg entendiese el rencor que te tenía tu hija Brenda y pidiese a la Virgen del Carmen tu partida con la misma devoción que la abuela había pedido tu regreso.


La abuela les había inculcado la creencia de que si el gato se acicalaba en la puerta de casa quería decir que vendría una visita inesperada, y la orientación de sus patas señalaban el punto cardinal de donde procedía. Rofg miraba al gato y esperaba que tú fueses esa visita. Pero no fue el gato sino la abuela la que avisó de tu regreso y tu hija Brenda amenazó con irse en cuanto tú entrases a la vecindad. Hacía un par de años que se había escapado pero no habías sido la causante sino los bofetones que el púgil le propinó una noche que llegó tarde a casa. Estuvo dos meses desaparecida pero al final Diego, el más pequeño de tus hermanos (el único al que tus hijos guardaban verdadero respeto y cariño) la encontró y la convenció de regresar. También Mario se había escapado pero la decisión de fugarse le duró tan sólo una tarde. Siempre que el boxeador terminaba de golpear a Mario y a Rofg por no haber limpiado bien los zapatos o no haber lavado las vendas del gimnasio (cualquier excusa era buena) ellos acababan hablando de que algún día se escaparían juntos y que volverían al cabo del tiempo para matar a golpes al boxeador. De sobra sabes que nunca se marcharon juntos y que por lo menos Rofg jamás devolvió ni uno de esos golpes recibidos.


La abuela les dijo que volverías pero un poco enferma y que tenían que cuidarte y quererte mucho. Ese mismo día tu hija Brenda se mudó a casa de una de tus hermanas, la misma hermana que ignoraba que había compartido contigo la cama de su queridísimo Fernando. Ese mismo día la abuela rezó y lloró más que nunca, ese mismo día Rofg se subió a la azotea para vigilar el callejón esperando ilusionado tu llegada. Creía que por muy mal que vinieses sabrías defenderle a él y a su hermano de las casi diarias palizas que les propinaba el púgil. Una semana le bastó para darse cuenta que estaba muy equivocado, que tú no defenderías a tus hijos, que no estabas dispuesta a dar la cara por ellos y que los únicos hijos que quisiste fueron a aquellos que tuvieron la prudencia de morirse antes que tú.


Una semana bastó para que Rofg desease no haberte visto nunca, para que se preguntase si los gatos también tienen alguna clave, una señal para anunciar que las visitas por fin se van por donde vinieron.


Mario y Rofg te recibieron con llantos, besos y abrazos mientras la abuela agradecía el milagro a san Judas Tadeo. Rofg recuerda aquella tarde como la primera y última vez que le trataste con verdadero cariño. Porque después te costó tan poco decirle lo inútil y torpe que era, te costó tan poco empezar a hablar de tus hijos muertos, del miserable de Agustín y de lo mucho que sufrías. Te bastaron unos cuantos días para que empezaras a amenazar a Rofg y a Mario con inventarse algo para que el púgil les golpease sino te traían una botella de ron. Tus ojos amarillos y el temblor de tu pulso hacían más amenazadoras tus palabras y Rofg aprendió a odiarte. Una semana bastó para que te volvieses uno de las razones por las que Rofg prefería aislarse en esa azotea.


En esa azotea Rofg jugaba a ser cualquier cosa y miraba el cielo que siempre parecía amenazar con caerse. Pasaba las horas esperando ver a Beatriz y se asomaba por los tragaluces para espiar a las vecinas que, según tus propias palabras eran unas putas, brujas y satánica, pero Rofg jamás vio algo raro ni sobrehumano, ni en las paredes había fotos de los vecinos con alfileres clavados como siempre afirmaste.


Mientras Rofg se mantenía a salvo de ti y de tu hermano tú esperabas inquieta a que se fuera tu madre para poder sacar de su escondite tu preciada botella. Y creías esconder tu aliento a ron con pastillas de eucalipto que también ocultabas bajo las ropas. Esos fueron tus mejores momentos porque después el ron ya no te fue suficiente y mandabas a Rofg a comprar a las farmacias alcohol de noventa seis grados. Lo mezclabas con refresco de naranja no para suavizar el sabor sino para que la felicidad te durase un poco más. El final de la botella siempre era el mismo; terminabas bañada en mocos y llanto, con la voz quebrada y el temblor de tu mano en aumento. Al púgil parecía no importarle que bebieses, a tu hermana tampoco parecía importarle ni a tu hija Berta que, desde que volviste jamás te dirigió la palabra, a Mario tal vez le importaba pero nunca dijo nada, a Rofg le daba exactamente igual la forma de tu partida, si era por la puerta o desde la botella de alcohol. Solo a la abuela parecía verdaderamente importarle tu salud, porque incluso tú parecías no darte cuenta de tu lamentable estado.


Miento. En esa época había también un hombre que se preocupaba por ti. Se llamaba Jesús y era casi un anciano cuando se enamoró de ti. Os habéis conocido cuando tú estabas desaparecida, trabajando en los camiones de basura. El era el conductor a punto de jubilarse y tú una de las chicas que se encargaban de separar el cartón y el vidrio para después venderlo por kilo. Cuando volviste con tu madre e hijos ya llevabas un par de años con él. Al principio la abuela te prohibió que estuvieses con un hombre que podía haber sido tu padre, y tú, como de costumbre, ibas a visitarlo a escondidas. Llevabas a Rofg para que te cubriese las espaldas, para que la abuela creyese que estabas en misa o en el mercado. Rofg te acompañaba de buena gana porque se la pasaba muy bien en la casa de don Jesús, en esos veinte metros cuadrados llenos de discos, de barcos en botellas de cristal verde, con una pila de revistas y barajas, con esa guitarra sin cuerdas que colgaba de la pared y un tocadiscos que zumbaba como avispa. Se la pasaba bien porque don Jesús le enseñaba sus propios tesoros encontrados en la basura. En esos veinte metros cuadrados escuchó por primera vez un disco de Lennon y por primera vez vio una foto de Charlot. Don Jesús bajaba la guitarra y enseñaba a Rofg los trucos y movimientos para imitar al rey. Rofg movía la pelvis y creía ser feliz repitiendo una y otra vez los pasos aprendidos. Pero esos momentos se rompían cuando a ti se te acababa la botella. Decías entre llantos lo pobre y miserable que eras por tener un hijo tan payaso, un inútil que no serviría ni de bufón. Rofg se preguntaba por qué rompías esos momentos, por qué le llevabas a esa casa precisamente a él tan torpe. Don Jesús intentaba calmarte mientras veía preocupado a Rofg. Después de vomitar dos o tres veces terminabas rendida, durmiendo en un rincón del cuarto. Entonces don Jesús continuaba enseñándole a Rofg los objetos más maravillosos que había encontrado en la basura. Él fue quien le regaló su primer radio casete y las primeras cintas de música que escuchó. Todo esos regalos los escondía en la azotea porque sabía que si el púgil se los encontraba los hubiese roto o quemado en un instante como hizo con sus dibujos, como quemó a la rana que Rofg se había encontrado croando en uno de los lavaderos y había adoptado de mascota. Rofg sabe que si quiere proteger algo tiene que esconderlo en la azotea de la misma forma que se esconde él, con el mismo cuidado que tú escondes la botella entre las macetas de tu madre.


Hubo momentos en que mientras don Jesús le contaba alguna historia a Rofg, este rogaba que no te despertases nunca para que nunca tuvieses la oportunidad de estropear ese instante, esas breves tardes en que Rofg se sentía bien consigo mismo, sin importar su torpeza o su forma de hablar, escuchando a un hombre que en nada se le parecía y que podría haber sido tu padre pero que Rofg hubiese dado todo por ser hijo suyo. Tú volvías a la vecindad de mal humor y un fuerte dolor de cabeza, Rofg volvía sonriendo con pequeños regalos en los bolsillos del pantalón, con esos tesoros que don Jesús rescataba de una caja para compartirlo con él. Regresaba feliz con esos tesoros que se apresuraba a esconder en la azotea.


Porque en esa azotea tiene lo que más quiere; tiene su música, sus tizas de colores, sus pequeños juguetes encontrados en la basura, tiene un lugar en calma, tiene sobre su cabeza un cielo gris y sucio, un lugar sin ti y sin el boxeador, con una ventana del otro lado de la calle, donde si es paciente podrá ver a Beatriz, silbarle, hacerle señas con la mano para que lo mire haciendo piruetas y le haga reír como sólo ella sabe hacerlo y que a Rofg le parece difícil, con esos dientes tan blancos y esa mejillas donde se le forman hoyuelos y esa boca que a veces muerde porque sí, porque le gusta, porque le recuerda a esos caramelos de cereza que venden en la tienda de la esquina y que él, cuando hay mucha gente, aprovecha para robar.



©RogelioJarquín 2011.

2 comentarios:

  1. Leo todo esto entre el sabor de un par de cervezas dentro de una fonda maloliente de Municipio Libre, i nvestido de cura involuntario, escuchando una de las confesiones más asombrosas que me arrojan hasta el mundo, no del realismo mágico, sino de la realidad terrible que a diario se vive.
    Ricardo P.

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  2. Te quiero demasiado para que solo sea literatura.

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