viernes, 1 de julio de 2011

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Yolanda, me dicen, me digo que después de tantos años ya no deberías de doler ni de importar. Me aconsejan mis más viejos amigos que deje de pensar en el pasado para que me duela menos, me lo dicen y yo me lo repito como para mentirme un poco, como si creyese por un momento que sigo teniendo las misma capacidad de alejarte de mi cabeza como lo hice hace años, cuando decidí dejar de ser tu hijo para siempre.




Pero no dejo de hacerme, de hacerte preguntas que ni tú ni yo podemos hoy contestar. ¿Para qué volviste Yolanda, para qué?




Imagina por un instante lo que habría sido de tus hijos, de ti, de mí, qué habría sido de Rofg si no se te hubiese ocurrido regresar, quizá habrías sido capaz de ser feliz compartiendo tus últimos días de vida con don Jesús, tal vez por lo menos dos de tus hijos habrían llorado tu muerte, y posiblemente yo no tendría la necesidad de escribirte y seguiría siendo ese Rofg que tartamudea cuando tiene miedo.




Y en ese entonces Rofg tenía miedo a casi todo y a todos (te lo digo ahora porque es seguro que en ese entonces estuvieses tan ocupada compadeciéndote de ti misma que posiblemente no veías más dolor que el tuyo) Rofg tenía miedo a las noches de tormenta que golpeaban amenazantes contra el frágil techo, miedo al zumbido de las bombonas de butano, miedo a la tierra, a que volviera a temblar tan fuerte como cuando centro de la Ciudad de México quedó destruida (aquella vez el púgil se despertó sobresaltado y golpeó a Rofg porque creía que jugaba moviendo la litera, aquella vez la abuela les hizo creer a tus hijos que tú tardarías en volver porque estabas salvando a la pobre gente que se había quedado atrapada en los túneles del metro) Rofg tiene miedo a los muertos con los que parecen hablar todos los viejos del barrio, miedo a los vivos que apestan a ron como tú y amenazan con navajas plateadas frente al mercado y que, según cuenta la abuela, les gusta torturar y matar a niños que no obedecen ni quieren, ni rezan por sus tíos.




Rofg tiene miedo de que ni en cien años pueda pagar la cantidad de dinero que Noé el boxeador no para de recordarle que ha gastado en él y en sus hermanos y que tendrá que devolverle tarde o temprano.




Tiene miedo de que en la tienda de la esquina no haya la marca de tabaco que Noé fuma porque si vuelve con las manos vacías el púgil le golpeará con el cable de la plancha, y si tarda porque ha ido a buscarlo a la otra tienda tres calles más atrás le golpeará con un trozo de manguera porque no ha tenido la idea de traerle de otra marca, y si osa tener iniciativa le pateara con sus botas de minero por traer tabaco mentolado en lugar del negro. Rofg tiene miedo que el boxeador llegue con hambre porque la comida siempre estará demasiado fría o caliente, miedo de que Noé venga con ganas de comerse una piña entera porque él y Mario tendrán que comerse el corazón amargo de la fruta porque en esta casa nada se desperdicia.




Rofg tiene miedo de que un día se le aparezca el espíritu de su hermano Arturo y decida vengarse por su muerte y lo encierre en una de esas neveras de corcho blanco en las que entierran a los niños muertos.




Rofg no puede dormir porque le horroriza imaginar que la rata que mordió a su hermana Brenda sigue viva y en cualquier momento puede venir a morderle también a él mientras duerme.




Tiene tanto miedo de que la abuela descubra que todos los días le desobedece, de que es un gran embustero porque nunca ve las telenovelas que le ha obligado a seguir, que todo ese resumen que después le cuente con detalle es una invención suya, tiene miedo que descubran que va contando lo que se le ocurre en el momento del interrogatorio. A Rofg le resulta fácil construir esos argumentos de seres malvados y mujeres virtuosas, pobres y desdichadas.




Le bastaba con ver uno o dos de esos capítulos para aprenderse esos nombres imposibles y saber cual de todos es el villano y adivinar que la chica más guapa se embarazará del chico rico y tendrá que pasar penurias por la envidia de los que le rodean. Ya en la noche, cuando tú ya volviste de quién sabe dónde y la abuela ha regresado de trabajar quién sabe de qué, Rofg os cuenta a las dos una trama llena de llantos, de besos y de hijos no deseados, que tú y tu madre disfrutáis como si fueseis las protagonistas.




Rofg tiene miedo de que cualquiera en casa descubra que no enciende el televisor porque prefiere esconderse con Beatriz mientras Mario juega al fútbol con el hijo de la dueña de la vecindad. Tiene miedo de que encuentren los dibujos que le hace y se burlen de él como lo hicieron con Ericka, esa niña de enormes listones rojos en el pelo y pañuelos perfumados con la que jugaba a correr calle abajo, con la que se sentía a gusto escuchándola, mirándola de reojo mientras compartían un bocadillo que su madre preparaba para los dos.




Tiene miedo de que te mofes de Beatriz como lo hiciste antes con Ericka y con él. Todos en casa se habían enterado por Mario y los vecinos que Rofg escuchaba con atención los versos del patriarca de los Vera, el dueño del taller en el que trabajaba. El viejo Ramón se acicalaba el bigote cano, se acomodaba las pequeñas gafas después de limpiarlas con la manga del mono azul y declamaba los versos con una voz engolada entre bujías, bidones de gasolina y neumáticos rotos (…Sentí tu mano en la mía/ tu mano de compañera/ tu voz de niña en mi oído/ como una campana nueva… ¡Cómo sabría amarte, mujer/ cómo sabría, amarte/ amarte como nadie supo jamás! / morir y todavía amarte más… torito negro tu pelo/ torito negro tu boca/ torito negro tu beso/ y el más negro de los cinco/ torito negro tu cuerpo…) Todos en esa casa se rieron cuando se enteraron que de tanto escuchar los versos Rofg los memorizó y una tarde le dio por repetirlos malamente frente a la puerta de Ericka mientras la gente cuchicheaba y reía.




Ahora se arrepiente de haberse aprendido esos versos y de haberlos dicho en voz alta porque esa tarde Ericka se asustó tanto que nunca más volvió a dirigirle la palabra y se acabaron para siempre las carreras calle abajo y las tardes de refrescos y bocadillos. Rofg tiene miedo de asustar a Beatriz por eso ya no presta atención a los recitales de don Ramón Vera. Intenta no hablar cuando está con ella por miedo a que se le escape uno de esos versos. Pero con qué gusto abre la boca para jugar a morder la de Beatriz (pellizcando suavemente con los dientes, mordiendo primero la comisura de los labios, sin hacer daño, presionando sólo lo suficiente, avanzando poco a poco, ganando territorio de piel en un brillante camino de saliva, hasta conquistar toda la boca, hasta que las tímidas lenguas se atreven a asomarse y unirse al juego).




Vuelve a casa con el sabor de Beatriz en la boca y el corazón acelerado. Coge su lápices de colores y le dibuja gatos y gorriones que después cuida de entregárselos a escondidas, rogando de que tú no los veas, de que no los descubra la abuela, ni su hermano Mario y mucho menos su tío Noé.




Pero por encima de todos los miedos se encuentra el de su futuro incierto. Todos los días se pregunta dónde vivirá y qué estará haciendo en el julio del año dos mil. Y sobre esa pregunta se inventa otra vida porque teme acabar como tú, llorando tu miserable vida por los rincones de la casa, porque no quiere terminar como Noé, regresando con creces a un par de críos los golpes que a él la soledad le ha dado.




Seguramente Noé estaba tan solo como tú, seguramente quería que alguien pagase por su perra vida. Ni Rofg ni nadie en esa casa supo de que era la fabrica en la que se mataba haciendo horas extras seis días a la semana, nunca se le conoció amigo alguno y en sus treinta y tantos años jamás se le vio con una chica.




Después del laburo pasaba a la vecindad por las ropas del gimnasio y dos horas más tarde volvía hambriento y sudoroso. Algunas veces tus hijos tenían suerte y Noé llegaba cansado y sin ganas de ver a nadie. Les entregaba una maraña de vendas para que las lavaran y cerraba con pestillo la única puerta de la única habitación y no volvía a salir hasta la mañana siguiente. Otras noches no había tanta suerte y Rofg tenían que calentarle la comida mientras Mario iba por el tabaco o viceversa. Cuando él se sentaba a cenar y fumar mientras veía las retransmisiones de boxeo todo en la casa tenía que estar en silencio y tus hijos permanecían casi inmóviles porque hasta una tos o un estornudo podía hacer estallar la furia del púgil. En esas noches era seguro que con un poco de suerte sólo uno de tus hijos sería golpeado ante tu indiferencia, mientras que el otro gozaba de su indulto por ese día.




Aparte del boxeo Noé había encontrado en tus hijos su vocación si es que se le puede llamar oficio a la tortura. Con ellos había descubierto que tenía un talento especial, si es que se le puede llamar talento a eso. Era capaz de coger cualquier objeto que encontrase a su paso y usarlo para golpearlos con una maestría de verdugo. Los cables de frenos de su bicicleta, una cuerda, un empapado pantalón vaquero, una bota, un cucharón, una percha, cualquier cosa se podía usar para azotar siempre y cuando se sepa usar bien. Los materiales poco importan, plástico, metal, cuero, algodón (el latigueo de una camiseta bien mojada en las piernas de Rofg le hacen caer y llorar casi al instante) madera y mimbre. Algunas veces le da por usar sólo sus puños desnudos, pero siempre termina recurriendo a sus objetos preferidos, al trozo de manguera, al cable de la plancha y la vara de una higuera, previamente forrada con caucho, de esa manera se asegura de que la lección de disciplina duela y permanezca un poco más.




La abuela intentaba excusarle, diciendo que les pegaba por su bien. Y además porque quién más tiene ese derecho si él es el que pone el dinero para la comida y paga el gas y las facturas de la luz y el agua. Que deberían de estarle eternamente agradecidos por ser como un padre para ellos.




Quien te quiere te hará sufrir, afirmaba. Les pega porque quiere lo mejor para ustedes. A su manera es una persona muy buena.




Los vecinos y tú erais fieles y fríos oyentes de las suplicas y llantos de tus hijos que muchas veces no sabían el motivo de la paliza.




Noé parecía no cansarse. Parar por aburrimiento. Alegaba simplemente que ellos ya tendrían su turno cuando él fuese tan viejo que no pueda valerse por sí mismo, pero que ahora le tocaba a él, ahora tenía la oportunidad de vengarse de antemano del maltrato que seguramente recibiría de tus hijos. A sus ojos eso no era un acto cruel, sencillamente era un hombre previsor curándose en salud.




Algunas veces Noé les daba tregua y desaparecía para preparar un combate. Dos semanas después regresaba con cardenales en la cara, la ceja rota y un empate, una derrota, o con un triunfo por puntos, pocas veces perdía o ganaba por nocaut. Ya se le había acabado la época en que podía aspirar a un título importante pero se mantenía en el ring gracias a su punch y a su aguante de fajador duro. Bruto y obstinado como un carnero embistiendo se mantenía de pie lanzando y recibiendo ganchos y directos hasta consumir el último round. Sabía muy bien que jamás estaría entre los grandes púgiles pero le gustaba que la gente del barrio le gritase campeón cuando lo veían correr con sus tres capas de ropa y un chaleco hecho con gruesas bolsas de plástico. Guardaba en un álbum marrón las fotos en blanco y negro que le habían sacado en el ring y algunos recortes de periódicos locales en los que se anunciaba la velada de boxeo en la que pelearía. Antes de partir al combate frotaba la figura de resina de un buda de la abundancia. Rofg se preguntaba porqué esa imagen gorda y sonriente no le protegía a él en lugar de cuidar al púgil.




Volver del combate con los nudillos en carne viva no le impedía buscar un pretexto para golpear a Rofg y a Mario. Cuando parecía que la tarde la tenían superada sin que ninguno de los dos recibiera un golpe, a Noé se le ocurría darles una clase intensiva de boxeo.




¡Si serás pendejo! le gritaba a Rofg al tiempo que le abofeteaba. ¿No te dije la derecha? ¡Usa la derecha para pegar, no seas maricón!




Mario era más ágil esquivando y lanzando golpes al aire. Rofg era incapaz de mantener la guardia firme y al mismo tiempo llevar el ritmo del trote. Por mucho que se concentrase para golpear con la diestra siempre se adelantaba instintivamente su zurda. Después de un rato recibiendo golpes y no dando ni uno, Rofg se tocaba la nariz y descubría en la punta de los dedos unas gotas de sangre.




Es por el sol, aseguraba Noé. Límpiate las narices y ponte otra vez en guardia ¡mirada al frente! ¡No lo repito más! Eres un torpe ¿cómo vas a defender a tu noviecita si no te puedes defender tú?




A Rofg le ardían los puños y la cara. Tenía ganas de devolverle el bofetón por burlarse y por pegarle tantas veces, tenía ganas de escupirte a la cara, Yolanda, por haber hablado de más, por andar contando al mundo lo de Ericka, por haberte reído de los versos de don Ramón Vera y por no defenderle. Quería aprender a pelear mejor que Noé y golpearle hasta que sacase por la nariz toda la sangre de su cuerpo. En secreto frotaba y pedía al buda de la abundancia fuerza para soportar los golpes y paciencia para aguantar los años que faltaban para ser mayor, para que Noé envejeciese tanto como para no valerse por sí mismo. Entonces ese sería su momento, ese seria su turno para golpear y Noé para recibir uno a uno los golpes dados.




Quería aprender a defenderse pero prefería que fuese otro y no el boxeador el que le enseñase. Soñaba con ese día mientras le crecía el miedo que sentía por Noé al mismo tiempo que aumentaba a pasos agigantados el odio que tú ya te habías ganado a pulso. Imaginaba su venganza con lujo de detalles. Usaría los mismos objetos con los que fue golpeado, hasta llegar a la vara de la higuera y golpear hasta dejarle marcas en la piel.




Levántate pinche anciano mierda, disfruta imaginando ese momento. ¡Levántate y mantén la guardia! ¡Vamos, atácame ahora!




Rofg sueña con ese momento pero no te ve en su futuro. Rofg sabe con certeza que no estarás, que pronto morirás y que él y sus hermanos se librarán de ti. Tus ojos amarillos se lo dicen, tus temblores de manos se lo repiten y tu aliento alcoholizado se lo confirma; tú estas muerta, pero bien muerta. Aunque te vea andando por la vecindad y comprando en el mercado, aunque no pares de beber y de sollozar por tus hijos ya enterrados. Para él eres una muerta que nadie ha tenido el detalle de sepultar.



En cambio la muerte de Noé es una muerte que espera disfrutar lentamente. Quiere verlo caerse, llorar de dolor, sangrar hasta el desmayo, quiere darle de comer para después negarle el trozo de pan. Quiere ver hasta cuándo su buda de la abundancia le sabrá proteger.




Pero para eso Rofg se esmeraba en aprender a pelear. Se inscribió a lucha grecorromana en el centro deportivo del barrio. Entró al pentatlón, una especie de club de boy-scouts y campamento militar donde a los niños les enseñaban a ser “hombres”. Pero era un fracaso, en todas partes se repetía lo mismo. Demasiado pequeño para su edad, demasiado torpe para todo. Bueno para recibir golpes pero muy malo para darlos. Supo entonces que sus puños no serían el arma que esperaba y decidió ahorrar para comprarse una navaja.




Automática, de empuñadura tan plateada como el doble filo de su hoja. Escondió la navaja en la azotea, junto con todas sus tesoros más queridos. En las tardes, antes de encontrarse con Beatriz jugaba a apuñalar a unos enemigos imaginarios. En una de las veces que la lanzaba al aire para intentar cogerla en pleno vuelo se hizo una herida bajo la boca. Esperó a que la sangre dejase de salir para regresar a casa. Todavía conserva la pequeña cicatriz en el mentón, (en casa dijo que se había golpeado en el taller con el bordillo de la mesa de trabajo).




Nadie iba a ser más peligroso que Rofg y su navaja plateada. Hasta los boxeadores que habían vencido a su tío le temerían. Noé lo sabía de antemano y por eso disfrutaba golpeándole, por eso rompía sus dibujos y decomisaba sus juguetes.




Para que no se estropeen, decía con mofa. Yo te los guardo para cuando seas mayor.




Rofg se preguntaba para qué servía un juguete si no se podía jugar con él mientras veía como el púgil guardaba en un armario la nave espacial que un vecino le había regalado.




Recuerdo que recuerda que alguna vez el púgil les trató bien, no con cariño pero si bien. Los golpes y reclamos surgieron a partir de una de tus huidas. Rofg tendría cinco o seis años y ya empezaba a darse cuenta que tenía una deuda pendiente, que estaba en una casa en la que no tenía derecho a estar, siendo mantenido por alguien que no tenía ninguna obligación, viviendo una vida que tal vez le pertenecía a su hermano Arturo. Recuerdo que recuerda todas esas cosas y a sus diez años se esconde para que nadie le vea llorar y le da coraje, siente vergüenza de sí mismo porque en esos momentos es igual que tú, llorando por los rincones su apaleada vida.




Después de secarse las últimas lagrimas con la manga de la camisa y sonarse la nariz enérgicamente vuelve a sacar la navaja y piensa que ese filo tiene que abrirle camino por alguna parte.




De pronto le parece que es más fácil aprender a clavar una navaja que usar los puños. Cualquier chico del barrio le podría enseñar a usarla, muchos de ellos llevan o llevaron una navaja en el bolsillo de la chaqueta o clavada en el brazo o en la pierna. Unos llevan las de mariposa, las cortaplumas, las de barbero, las multiusos; otros llevan cuchillos de cocina, de carnicero, un trozo de vidrio con el mango hecho con retales de tela y hasta hay los que llevan un picahielos o un destornillador con la punta bien afilada.




La yugular, siempre a la yugular, le aconseja el Bull Terrier; un bravucón de barrio de cuarenta años que con cualquier pretexto cuenta la historia de cada una de sus cicatrices. La yugular, un piquete en la yugular y el güey sangrará como un cerdo. Y si sólo quieres chingar al cabrón unta ajo en la punta de la navaja y la herida cicatrizará, pero por dentro estará infectada.




Si hay que elegir entre las dos opciones Rofg elige la primera. Prefiere verlo como nunca se desplomó en la lona. Pero sobre todo quiere ser él quien tenga el gusto de acabar con su vida, quiere que por primera vez cambiar los personajes y descubrir la razón por la que el púgil le guarda tanto cariño a su papel de verdugo.




Rofg afila sobre el asfalto su navaja hasta que puede clavarla con facilidad contra la pared. Suspira pensando en que ya tiene el arma perfecta, ahora sólo tiene que ser paciente, esperar a hacerse mayor y juntar el valor que hace falta para matar a un cerdo.




Pero todavía no. Ahora es demasiado pequeño y torpe para hacerlo. Muchas de las veces en que Noé está cenando ocupado solamente en la retrasmisión del boxeo, Rofg se asusta descubriéndose a sí mismo mirando con atención la nuca desnuda del Púgil, imaginando que fácil sería coger una barra de hierro y darle un golpe seco que lo mate, y ya muerto seguir golpeándolo sin parar una y otra vez hasta hacerle añicos la cabeza.




Ya puede el buda de la abundancia con todo y su sonrisa y enorme barriga cuidar a Noé día y noche porque Rofg no hace otra cosa que pensar en el día en que se atreverá a matarlo. Ya puede la abuela dejar de rezar a toda su legión de cristos y santos porque no servirá de nada, porque nada ni nadie ayudará al boxeador como nadie ni nada le ha ayudado a él. Ya puedes temer Yolanda, porque si tienes la desgracia de seguir con vida Rofg se encargará de torturarte.




Mientras eso sucede Rofg va acumulando motivos para acabar con él. Va prestando atención a todas las historias llena de cicatrices que le cuenta el Bull Terrier y se sube a la azotea a acuchillar a un Noé invisible.




Todos los días, después de la faena en el taller se limpia la grasa con un poco de gasolina y mira los bidones llenos y piensa lo sencillo que sería robar uno, esperar a que anochezca, rosear un poco en la manta de Noé mientras duerme, lanzar una cerilla y verle agitarse en el fuego, oírle gritar de dolor como quien escucha su canción preferida y dejarlo quemarse hasta que las llamas se apaguen por sí solas.




Piensa tanto en matar a Noé como piensa tanto en Beatriz. Se sube a la azotea y escucha una y otra vez la cinta de música que le regaló don Jesús, la única cinta de música que tiene (…Woman I can hardly express / My mixed emotions at my thoughtlessness…Close your eyes/ Have no fear/ the monster’s gone…Children, don’t do what I have done/ I couldn’t walk so I tried to run/ So I got to tell you/ goodbye, goodbye…)No entiende esas canciones pero no le importa ni le importará saber lo que dicen esas letras hasta dentro de muchos años. Lo único que le importa es que esas canciones le hacen calmarse, le hacen dejar de pensar en matar a Noé y se siente en paz. Además cree que empieza a querer a ese hombre de gafas redondas que parece que le mira muy serio desde la portada de la cinta, empieza a querer a ese hombre que, según le contó don Jesús estaba tan muerto y enterrado como Arturo. Escucha la música tantas veces como puede y siente un poco de tristeza por esa voz ya apagada, y se siente ridículo llorando por un hombre que murió de un disparo bastante años antes (ahora que lo escribo debo reconocer que yo también me siento ridículo) se repite que es idiota al darse cuenta que en esos diez años de vida que tiene, este es el primer difunto que le duele, se siente estúpido por llorar de verdad por un músico muerto que nunca conoció.




Pero cómo no quererlo con esa música, cómo no quererlo con ese timbre de voz tan diferente a todos los que conoce, tan distinto al suyo, tan diferente a la voz ronca de doña Antonia, la vecina del segundo que cada tres minutos le chilla a su nieta porque no quiere comer la fruta, tan distinta a la desordenada voz de enrique, el chico de los Herrera que, según cuentan los vecinos, se golpea la cabeza contra el suelo para ver al demonio. Quiere a ese músico muerto que parece que le observa desde sus gafas redondas, desde esa carátula de papel, que parece que le habla desde esa cinta posiblemente encontrada en una montaña de basura.




Y en ese momento ya no quiere matar a nadie. Quiere ser músico y tener gafas y una guitarra pero sabe que eso no puede decirlo en casa, mucho menos frente a ti. Eso sería como decirte que quiere seguir los pasos de Agustín y eso le costaría otra paliza.




Ya te alterabas cuando lo veías jugando con la guitarra sin cuerdas de don Jesús. Rofg no quiere ni pensar en el día que te enteres que pasa muchas tardes escuchando música y que de pronto quiere aprender a tocar la guitarra, aunque con lo inútil que es, seguramente su carrera musical terminaría como todo, abandonándola por la culpa de sus manos tan torpes.





Mejor será esperar hasta tu muerte para empezar a tocar la guitarra. Tal vez le dé por buscar a Agustín para que le enseñe unos cuantos acordes. Quizás para entonces no sea necesario matar a Noé, pero mejor sí, mejor irse de casa después de prenderle fuego o acuchillarle o dispararle como al músico. Lo único que espera es que cuando aprenda a tocar la guitarra y se deshaga del púgil, Beatriz siga a su lado, que no se asuste y que sigan viéndose a escondidas para jugar al mejor juego del mundo, para que continué ese dulce mordisco que le hace sentirse tan vivo, mientras tú te vas matando en tu botella de alcohol.





Se anima pensando que tal vez para entonces su tartamudez haya desaparecido. Y no va mal encaminado porque sólo tartamudea cuando tiene miedo. El problema Yolanda (ahora lo sabes tan bien como Rofg, tan bien como este desconocido en quien me he convertido para ti, este que vuelve a ser consciente del que fue ahora que te escribe) es que en esa casa no hubo, no hay ni habra un momento en que el miedo le de tregua.



©RogelioJarquín 2011.