viernes, 27 de mayo de 2011

1





Madre. Escribir madre resulta una palabra muy solemne para una carta como la que quiero escribir. Llamarte mamá me sigue pareciendo demasiado cariñoso para referirme a ti, a usted. Supongo que Yolanda, el nombre que recuerdo como suyo, mantiene la distancia justa entre nosotros. Si, Yolanda es la mejor forma de nombrarle, de empezar esto, sin frialdad, sin protocolos tirados en el suelo estorbando el paso, pero sin violentarnos en un obligado abrazo. Es lo mejor porque usted se encuentra muy lejos y yo estoy con una necesidad de sincerarme con el mundo, incluso con usted. Será difícil romper la distancia porque no sólo se trata de kilómetros de tierra y mar, no se trata simplemente de fronteras y de la diferencia entre nuestras edades (aunque en realidad nunca he sabido la suya y de la mía a veces dudo) también se trata de la diferencia que, supongo, existe entre su tiempo y mi tiempo. Y no hablo de esas horas que parece que se consumen de este lado del mundo, no hablo de la descoordinación que hay entre los relojes de la tierra (que tristeza de humanidad que hasta su tiempo tiene fronteras) ni de esas horas de sueño que pierde en los vuelos trasatlánticos. Es simplemente porque le escribo desde mi tiempo y a usted no le queda otro remedio que confiar en que lo que le escribo es la verdad. Yo no puedo hacer otra cosa que escribir mientras siga vivo y usted no sabe hacer otra cosa que callar desde su muerte.

Cualquiera que me conoce sabe que con facilidad caigo en el humor negro y no le sería extraño verme escribiendo una carta a uno de mis tantos muertos. Pero esto es distinto porque usted, Yolanda, es un muerto del que no tengo noticias. No, no sólo es que no haya tenido conciencia de su muerte, tampoco la he tenido sobre su existencia. La madre al igual que la patria o dios siempre me ha servido como imagen a la que los demás idolatran y yo simplemente ignoro o utilizo como blanco perfecto para lanzar mi humor previamente envenenado. Pero ahora le escribo porque no sé, porque imagino que es un pretexto para enterrarla ya del todo. Desde aquí, desde nuestra distancia mutua creo que los dos estamos lo suficientemente cubiertos como para no obligarnos al cariño (que según el mundo debería ser innato entre nosotros) y con la libertad de alejarnos de vez en cuando sin remordimientos.

No se trata de un reencuentro novelesco. No se trata de fingir que ahora nos queremos, que nos perdonamos mutuamente para por fin usted muera y yo viva en paz. No tengo el menor interés de pedir perdón por mi existencia y tampoco tengo intención de reprochar nada.

César, un viejo amigo, siempre me ha dicho que enterrar a un muerto es desenterrar a todos, como si al enterrar removiese la tierra de los mal enterrados. Supongo que tiene razón y mientras he ido enterrando a alguna gente al mismo tiempo he ido desenterrándola poco a poco hasta tenerla al ras de la tierra.

Es seguro que se estará preguntando por qué le escribo a usted y no a mi padre. Sencillamente es porque no hace falta. Desde siempre he tenido amigos que paletada tras paletada me han ayudado a enterrar a mi padre muy bien. A usted en cambio, sé que intentar enterrarla sería en vano; sería inútil lanzarla a una fosa más profunda porque tarde o temprano volvería a salir. Hay bastantes rasgos en mi rostro que diariamente me recuerdan de donde vengo y eso me da miedo. Y es cuando todo se vuelve un espiral porque me asusta temer; porque es cuando más me le parezco, porque usted misma vivió y murió de esa forma, porque toda usted, Yolanda, era un miedo de carne y huesos.

Por eso le escribo, por eso me acerco a usted para por fin alejarme para siempre, para desconocerla tanto como a mí mismo. Para contarle las cosas que aquí suceden, para contarle las cosas que me gustaría ser capaz de contarme.





©RogelioJarquín 2011.