jueves, 9 de junio de 2011

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Así me va la vida Yolanda, llevándote a cuestas desde hace años y desde tan lejos. Pero a pesar del tiempo nunca me han dejado de sobresaltar tus cada vez más seguidas visitas; porque te me apareces sin previo aviso y sin previo aviso despareces. Te metes de pronto en mis sueños como un personaje extraviado, rompes de golpe las historias que me cuento dormido, me golpeas desde dentro de la cabeza y me traes al lado del insomnio. Y me desvelo recordando con nostalgia aquellos años en que no habitabas mi memoria. Porque incluso a mi me parece mentira que extrañe esas noches en que no pertenecías a esos dolores que me mantenían despierto, incluso a mí me sorprende que prefiera recordar la calle y el infierno en que a veces se convertía el internado antes que volver a ver tu rostro.

Es irremediable tu presencia Yolanda. Sin poder evitarlo veo como de un tiempo para acá invaden mi mente imágenes de nuestro pasado compartido y amargan este presente. Vienes con tus manos de muerta a tocar mi vida, a abofetearme con tu presencia, a escupirle a la cara al Jarquín de Madrid. Me visitas tal como te conocí, tan muerta como siempre (porque ahora ambos lo sabemos, ya estabas muerta antes de morirte del todo) tan descompuesta, tan pálida y tan enterrada en ti misma. Te vuelvo a ver con tus ojos amarillentos, llorando por tus seis hijos muertos mientras desprecias a los tres que siguen con vida.

¿Te acuerdas mujer? ¿Te acuerdas de mis hermanos hambrientos o enfermos que nunca conocí, pero que me obligaste a sentirme culpable por su muerte? ¿Te acuerdas Yolanda? ¿Te acuerdas que me exigías pedir perdón por estar vivo en lugar de mi hermano Arturo?

Espero que ahora que estas tan muerta como esos hijos tuyos tengas un poco de felicidad que te faltó en vida, aunque lo dudo; tal vez ahora sean ellos a los que torturas mientras sollozas porque ninguno de tus hijos con vida lloró en tu entierro. Espero de verdad que la muerte te diese la sobriedad que te faltó en vida para que pongas atención a todo lo que te quiero contar, para obligarte a recordar lo que yo recuerdo, para mostrarte la vida que he tenido sin pensar ni un día en ti, para que por fin me dejes seguir mi camino, para que nunca más vuelvas a mi memoria.

Perdona si no puedes reconocerme en mis palabras, pero han pasado muchos años y he cambiado tantas veces en poco tiempo, he mudado tantas veces de nombre, de gente y de ciudades que mi hablar ha perdido su inseguridad y tartamudez original, e incluso mi voz escrita parece haber adoptado un acento de todas o ninguna parte. Yo mismo al recordar mi infancia no me reconozco en ese niño de ocho años buscando tesoros ocultos en una montaña de basura. Me cuesta trabajo descubrirme en uno de tus hijos, en ese que de día trabajaba de aprendiz en un taller mecánico, y que de noche ganaba un par de monedas extras tirando los desperdicios de los vecinos en un callejón vacío tras una clínica, y que antes de dejar las bolsas de basura en la acera solía abrirlas para buscar cualquier cosa para jugar. Siempre volvió a casa con pequeñas fortunas en los bolsillos; unos dardos con las puntas dobladas, una ficha de dominó, una cinta de música o un sheriff sin piernas. Tú le esperabas escondida bajo una farola sin luz, frente al portal sin puerta de la vecindad, y con tu ensayada voz de desvalida (que yo) que él siempre odió, le mandabas a comprar una botella de ron barato.

Tu hijo te traía doscientos cincuenta mililitros de felicidad que te apresurabas a beber bajo la luz extinta de la farola. Tal vez creías que Rofg (como siempre me llamaste le llamaste, con una efe y una ge que se prolongaban como si el resto del nombre se te atorase en la garganta y te obligase a escupirlo de cualquier forma) era un aliado fiel porque te ayudaba a esconder el resto de la botella entre las macetas sin siquiera mirarte a los ojos y sin decirte ni una palabra. Quizá creías que Rofg era demasiado ingenuo para este mundo porque muchas veces llegó a pagar de su bolsillo tu dosis diaria de alcohol. Te equivocas, no era bondad ni mucho menos cariño por lo que él procuraba que estuvieses bien abastecida de ron. Todo lo contrario Yolanda. Cada noche tu hijo Rofg suplicaba frente a una imagen de La Virgen del Carmen que te apagases para siempre igual que la farola de la calle, o por lo menos que te volvieses a marchar de casa como ya tantas veces habías hecho, o mejor aún, que él mismo algún día juntase el valor suficiente para salir corriendo y no detenerse hasta estar muy lejos y a salvo.

Tres veces por semana dos repartidores con uniforme gris y desaliñado llegaban en un destartalado camión y ofrecían a gritos bombonas de gas butano; iban de vecindad en vecindad dejando rodar calle abajo tres o cuatro bombonas al mismo tiempo. Rofg miraba desde una azotea como en cada casa repartían sucias y golpeadas las mismas bombonas que antes brillaban desde lo alto del camión. Allí arriba Rofg se preguntaba si no eran esos golpes los que provocaban que algunas noches el violento silbido de un escape de gas despertara a todo el vecindario. La gente salía en plena madrugada con lo puesto y corría hasta la esquina mientras algunos vecinos intentaban tapar la fuga con una pasta de jabón. Rofg buscaba desesperado bajo la cama al gato de la casa pero tú le decías que no fuera idiota, que los gatos son los primeros que corren sin parar hasta no estar bien a salvo; que aprendiese un poco de ellos porque con lo animal, lo lento y torpe que era seguramente sería uno de los primeros muertos en la explosión y lo tendría bien merecido. Rofg ni te miraba a la cara pero salía corriendo hasta la esquina de la calle, apretando los ojos y puños, odiándote con sus ocho años de vida animal, lenta y torpe. Y con los mismos ocho años ruega a la virgen del carmen tener valor para que la siguiente fuga de gas sea un poco como el escurridizo gato y corra más allá de la esquina, más allá del barrio y más allá de la casa llena de tíos, de abuela y hermanos vivos y muertos, más allá de ti Yolanda, de tus palabras, de tu mirada amarilla y tu aliento a ron.

Después de unos minutos de miedo los vecinos logran tapar la fuga y todos pueden regresar a casa, pero esa noche ya no concilian el sueño hasta la mañana siguiente, hasta que ven llegar unos despreocupados bomberos que sin decir palabra se llevan la bombona de butano.

Rofg mira como vuelven los repartidores de gas dejando rodar calle abajo unas nuevas bombonas y sabe que volverán a venderlas con demasiados golpes, que volverá a suceder, que volverá a correr con lo puesto y sólo llegará hasta la esquina para ponerse a salvo junto a los demás vecinos. Sabe Rofg que todo terminará en un susto, en una noche en vela, en ti, Yolanda, en tus miedos, en ti hablando con la abuela, en vuestra certeza de que los vecinos conspiran contra todos en la casa, de que vienen de noche a abrir las bombonas de gas por envidia, por que quieren verlos sufrir. Rofg se pregunta cómo puedes creer eso, cómo puedes sospechar que exista alguien tan miserable como para quererlos ver muertos. Por más que piensa en cada uno de los vecinos no puede imaginar quién puede tenerles envidia, quién puede envidiar esa casa llena de gente, hecha con trozos de madera, ese techo de laminas de cartón sobre vigas podridas, esa cama de matrimonio donde duermen seis personas, quién puede tenerle envidia a él, quién quiere tener como tío a un boxeador frustrado; quién puede envidiar sus golpes, tus golpes, quién quiere vivir en esa casa con un televisor en blanco y negro que funciona mal, en esa casa sin baño ni lavabo propio, en esa casa frente al alcantarillado de la vecindad, donde los olores en verano se meten hasta en los sueños; quién puede tenerle envidia a su mano derecha tan torpe, a su tartamudez y a su pelo negro y duro. Quién Yolanda, se pregunta Rofg, quién puede envidiarle de ser uno de tus hijos.

©RogelioJarquín 2011.

3 comentarios:

  1. ¿literatura al desnudo?

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  2. Mi "Rofg". Esto lo hubieras escrito mejor en Mayo...como anillo al dedo!!!
    Que fuerte!!
    Un abrazo, mi hermano
    Ricardo P

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  3. Roger,

    El equilibrio entre el espíritu de lo aquí descrito, contra la estética de tu pluma, lápiz, memoria, capacidad, es algo sobresaliente.

    Pocas veces, casi nunca, sería más preciso decir, he podido oler, sentir y rasgar, la lectura frente a mis ojos.

    Hay una intuición que me dice que esta segunda carta a Yolanda no la voy a olvidar, porque no lo quiero, porque me ha brindado lo que necesitaba: un giro a lo cotidiano, un giro donde la pesadumbre se tornara aire del tiempo.

    Un abrazo.

    Tu hermano, Édgar.

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