viernes, 1 de julio de 2011

4








Yolanda, me dicen, me digo que después de tantos años ya no deberías de doler ni de importar. Me aconsejan mis más viejos amigos que deje de pensar en el pasado para que me duela menos, me lo dicen y yo me lo repito como para mentirme un poco, como si creyese por un momento que sigo teniendo las misma capacidad de alejarte de mi cabeza como lo hice hace años, cuando decidí dejar de ser tu hijo para siempre.




Pero no dejo de hacerme, de hacerte preguntas que ni tú ni yo podemos hoy contestar. ¿Para qué volviste Yolanda, para qué?




Imagina por un instante lo que habría sido de tus hijos, de ti, de mí, qué habría sido de Rofg si no se te hubiese ocurrido regresar, quizá habrías sido capaz de ser feliz compartiendo tus últimos días de vida con don Jesús, tal vez por lo menos dos de tus hijos habrían llorado tu muerte, y posiblemente yo no tendría la necesidad de escribirte y seguiría siendo ese Rofg que tartamudea cuando tiene miedo.




Y en ese entonces Rofg tenía miedo a casi todo y a todos (te lo digo ahora porque es seguro que en ese entonces estuvieses tan ocupada compadeciéndote de ti misma que posiblemente no veías más dolor que el tuyo) Rofg tenía miedo a las noches de tormenta que golpeaban amenazantes contra el frágil techo, miedo al zumbido de las bombonas de butano, miedo a la tierra, a que volviera a temblar tan fuerte como cuando centro de la Ciudad de México quedó destruida (aquella vez el púgil se despertó sobresaltado y golpeó a Rofg porque creía que jugaba moviendo la litera, aquella vez la abuela les hizo creer a tus hijos que tú tardarías en volver porque estabas salvando a la pobre gente que se había quedado atrapada en los túneles del metro) Rofg tiene miedo a los muertos con los que parecen hablar todos los viejos del barrio, miedo a los vivos que apestan a ron como tú y amenazan con navajas plateadas frente al mercado y que, según cuenta la abuela, les gusta torturar y matar a niños que no obedecen ni quieren, ni rezan por sus tíos.




Rofg tiene miedo de que ni en cien años pueda pagar la cantidad de dinero que Noé el boxeador no para de recordarle que ha gastado en él y en sus hermanos y que tendrá que devolverle tarde o temprano.




Tiene miedo de que en la tienda de la esquina no haya la marca de tabaco que Noé fuma porque si vuelve con las manos vacías el púgil le golpeará con el cable de la plancha, y si tarda porque ha ido a buscarlo a la otra tienda tres calles más atrás le golpeará con un trozo de manguera porque no ha tenido la idea de traerle de otra marca, y si osa tener iniciativa le pateara con sus botas de minero por traer tabaco mentolado en lugar del negro. Rofg tiene miedo que el boxeador llegue con hambre porque la comida siempre estará demasiado fría o caliente, miedo de que Noé venga con ganas de comerse una piña entera porque él y Mario tendrán que comerse el corazón amargo de la fruta porque en esta casa nada se desperdicia.




Rofg tiene miedo de que un día se le aparezca el espíritu de su hermano Arturo y decida vengarse por su muerte y lo encierre en una de esas neveras de corcho blanco en las que entierran a los niños muertos.




Rofg no puede dormir porque le horroriza imaginar que la rata que mordió a su hermana Brenda sigue viva y en cualquier momento puede venir a morderle también a él mientras duerme.




Tiene tanto miedo de que la abuela descubra que todos los días le desobedece, de que es un gran embustero porque nunca ve las telenovelas que le ha obligado a seguir, que todo ese resumen que después le cuente con detalle es una invención suya, tiene miedo que descubran que va contando lo que se le ocurre en el momento del interrogatorio. A Rofg le resulta fácil construir esos argumentos de seres malvados y mujeres virtuosas, pobres y desdichadas.




Le bastaba con ver uno o dos de esos capítulos para aprenderse esos nombres imposibles y saber cual de todos es el villano y adivinar que la chica más guapa se embarazará del chico rico y tendrá que pasar penurias por la envidia de los que le rodean. Ya en la noche, cuando tú ya volviste de quién sabe dónde y la abuela ha regresado de trabajar quién sabe de qué, Rofg os cuenta a las dos una trama llena de llantos, de besos y de hijos no deseados, que tú y tu madre disfrutáis como si fueseis las protagonistas.




Rofg tiene miedo de que cualquiera en casa descubra que no enciende el televisor porque prefiere esconderse con Beatriz mientras Mario juega al fútbol con el hijo de la dueña de la vecindad. Tiene miedo de que encuentren los dibujos que le hace y se burlen de él como lo hicieron con Ericka, esa niña de enormes listones rojos en el pelo y pañuelos perfumados con la que jugaba a correr calle abajo, con la que se sentía a gusto escuchándola, mirándola de reojo mientras compartían un bocadillo que su madre preparaba para los dos.




Tiene miedo de que te mofes de Beatriz como lo hiciste antes con Ericka y con él. Todos en casa se habían enterado por Mario y los vecinos que Rofg escuchaba con atención los versos del patriarca de los Vera, el dueño del taller en el que trabajaba. El viejo Ramón se acicalaba el bigote cano, se acomodaba las pequeñas gafas después de limpiarlas con la manga del mono azul y declamaba los versos con una voz engolada entre bujías, bidones de gasolina y neumáticos rotos (…Sentí tu mano en la mía/ tu mano de compañera/ tu voz de niña en mi oído/ como una campana nueva… ¡Cómo sabría amarte, mujer/ cómo sabría, amarte/ amarte como nadie supo jamás! / morir y todavía amarte más… torito negro tu pelo/ torito negro tu boca/ torito negro tu beso/ y el más negro de los cinco/ torito negro tu cuerpo…) Todos en esa casa se rieron cuando se enteraron que de tanto escuchar los versos Rofg los memorizó y una tarde le dio por repetirlos malamente frente a la puerta de Ericka mientras la gente cuchicheaba y reía.




Ahora se arrepiente de haberse aprendido esos versos y de haberlos dicho en voz alta porque esa tarde Ericka se asustó tanto que nunca más volvió a dirigirle la palabra y se acabaron para siempre las carreras calle abajo y las tardes de refrescos y bocadillos. Rofg tiene miedo de asustar a Beatriz por eso ya no presta atención a los recitales de don Ramón Vera. Intenta no hablar cuando está con ella por miedo a que se le escape uno de esos versos. Pero con qué gusto abre la boca para jugar a morder la de Beatriz (pellizcando suavemente con los dientes, mordiendo primero la comisura de los labios, sin hacer daño, presionando sólo lo suficiente, avanzando poco a poco, ganando territorio de piel en un brillante camino de saliva, hasta conquistar toda la boca, hasta que las tímidas lenguas se atreven a asomarse y unirse al juego).




Vuelve a casa con el sabor de Beatriz en la boca y el corazón acelerado. Coge su lápices de colores y le dibuja gatos y gorriones que después cuida de entregárselos a escondidas, rogando de que tú no los veas, de que no los descubra la abuela, ni su hermano Mario y mucho menos su tío Noé.




Pero por encima de todos los miedos se encuentra el de su futuro incierto. Todos los días se pregunta dónde vivirá y qué estará haciendo en el julio del año dos mil. Y sobre esa pregunta se inventa otra vida porque teme acabar como tú, llorando tu miserable vida por los rincones de la casa, porque no quiere terminar como Noé, regresando con creces a un par de críos los golpes que a él la soledad le ha dado.




Seguramente Noé estaba tan solo como tú, seguramente quería que alguien pagase por su perra vida. Ni Rofg ni nadie en esa casa supo de que era la fabrica en la que se mataba haciendo horas extras seis días a la semana, nunca se le conoció amigo alguno y en sus treinta y tantos años jamás se le vio con una chica.




Después del laburo pasaba a la vecindad por las ropas del gimnasio y dos horas más tarde volvía hambriento y sudoroso. Algunas veces tus hijos tenían suerte y Noé llegaba cansado y sin ganas de ver a nadie. Les entregaba una maraña de vendas para que las lavaran y cerraba con pestillo la única puerta de la única habitación y no volvía a salir hasta la mañana siguiente. Otras noches no había tanta suerte y Rofg tenían que calentarle la comida mientras Mario iba por el tabaco o viceversa. Cuando él se sentaba a cenar y fumar mientras veía las retransmisiones de boxeo todo en la casa tenía que estar en silencio y tus hijos permanecían casi inmóviles porque hasta una tos o un estornudo podía hacer estallar la furia del púgil. En esas noches era seguro que con un poco de suerte sólo uno de tus hijos sería golpeado ante tu indiferencia, mientras que el otro gozaba de su indulto por ese día.




Aparte del boxeo Noé había encontrado en tus hijos su vocación si es que se le puede llamar oficio a la tortura. Con ellos había descubierto que tenía un talento especial, si es que se le puede llamar talento a eso. Era capaz de coger cualquier objeto que encontrase a su paso y usarlo para golpearlos con una maestría de verdugo. Los cables de frenos de su bicicleta, una cuerda, un empapado pantalón vaquero, una bota, un cucharón, una percha, cualquier cosa se podía usar para azotar siempre y cuando se sepa usar bien. Los materiales poco importan, plástico, metal, cuero, algodón (el latigueo de una camiseta bien mojada en las piernas de Rofg le hacen caer y llorar casi al instante) madera y mimbre. Algunas veces le da por usar sólo sus puños desnudos, pero siempre termina recurriendo a sus objetos preferidos, al trozo de manguera, al cable de la plancha y la vara de una higuera, previamente forrada con caucho, de esa manera se asegura de que la lección de disciplina duela y permanezca un poco más.




La abuela intentaba excusarle, diciendo que les pegaba por su bien. Y además porque quién más tiene ese derecho si él es el que pone el dinero para la comida y paga el gas y las facturas de la luz y el agua. Que deberían de estarle eternamente agradecidos por ser como un padre para ellos.




Quien te quiere te hará sufrir, afirmaba. Les pega porque quiere lo mejor para ustedes. A su manera es una persona muy buena.




Los vecinos y tú erais fieles y fríos oyentes de las suplicas y llantos de tus hijos que muchas veces no sabían el motivo de la paliza.




Noé parecía no cansarse. Parar por aburrimiento. Alegaba simplemente que ellos ya tendrían su turno cuando él fuese tan viejo que no pueda valerse por sí mismo, pero que ahora le tocaba a él, ahora tenía la oportunidad de vengarse de antemano del maltrato que seguramente recibiría de tus hijos. A sus ojos eso no era un acto cruel, sencillamente era un hombre previsor curándose en salud.




Algunas veces Noé les daba tregua y desaparecía para preparar un combate. Dos semanas después regresaba con cardenales en la cara, la ceja rota y un empate, una derrota, o con un triunfo por puntos, pocas veces perdía o ganaba por nocaut. Ya se le había acabado la época en que podía aspirar a un título importante pero se mantenía en el ring gracias a su punch y a su aguante de fajador duro. Bruto y obstinado como un carnero embistiendo se mantenía de pie lanzando y recibiendo ganchos y directos hasta consumir el último round. Sabía muy bien que jamás estaría entre los grandes púgiles pero le gustaba que la gente del barrio le gritase campeón cuando lo veían correr con sus tres capas de ropa y un chaleco hecho con gruesas bolsas de plástico. Guardaba en un álbum marrón las fotos en blanco y negro que le habían sacado en el ring y algunos recortes de periódicos locales en los que se anunciaba la velada de boxeo en la que pelearía. Antes de partir al combate frotaba la figura de resina de un buda de la abundancia. Rofg se preguntaba porqué esa imagen gorda y sonriente no le protegía a él en lugar de cuidar al púgil.




Volver del combate con los nudillos en carne viva no le impedía buscar un pretexto para golpear a Rofg y a Mario. Cuando parecía que la tarde la tenían superada sin que ninguno de los dos recibiera un golpe, a Noé se le ocurría darles una clase intensiva de boxeo.




¡Si serás pendejo! le gritaba a Rofg al tiempo que le abofeteaba. ¿No te dije la derecha? ¡Usa la derecha para pegar, no seas maricón!




Mario era más ágil esquivando y lanzando golpes al aire. Rofg era incapaz de mantener la guardia firme y al mismo tiempo llevar el ritmo del trote. Por mucho que se concentrase para golpear con la diestra siempre se adelantaba instintivamente su zurda. Después de un rato recibiendo golpes y no dando ni uno, Rofg se tocaba la nariz y descubría en la punta de los dedos unas gotas de sangre.




Es por el sol, aseguraba Noé. Límpiate las narices y ponte otra vez en guardia ¡mirada al frente! ¡No lo repito más! Eres un torpe ¿cómo vas a defender a tu noviecita si no te puedes defender tú?




A Rofg le ardían los puños y la cara. Tenía ganas de devolverle el bofetón por burlarse y por pegarle tantas veces, tenía ganas de escupirte a la cara, Yolanda, por haber hablado de más, por andar contando al mundo lo de Ericka, por haberte reído de los versos de don Ramón Vera y por no defenderle. Quería aprender a pelear mejor que Noé y golpearle hasta que sacase por la nariz toda la sangre de su cuerpo. En secreto frotaba y pedía al buda de la abundancia fuerza para soportar los golpes y paciencia para aguantar los años que faltaban para ser mayor, para que Noé envejeciese tanto como para no valerse por sí mismo. Entonces ese sería su momento, ese seria su turno para golpear y Noé para recibir uno a uno los golpes dados.




Quería aprender a defenderse pero prefería que fuese otro y no el boxeador el que le enseñase. Soñaba con ese día mientras le crecía el miedo que sentía por Noé al mismo tiempo que aumentaba a pasos agigantados el odio que tú ya te habías ganado a pulso. Imaginaba su venganza con lujo de detalles. Usaría los mismos objetos con los que fue golpeado, hasta llegar a la vara de la higuera y golpear hasta dejarle marcas en la piel.




Levántate pinche anciano mierda, disfruta imaginando ese momento. ¡Levántate y mantén la guardia! ¡Vamos, atácame ahora!




Rofg sueña con ese momento pero no te ve en su futuro. Rofg sabe con certeza que no estarás, que pronto morirás y que él y sus hermanos se librarán de ti. Tus ojos amarillos se lo dicen, tus temblores de manos se lo repiten y tu aliento alcoholizado se lo confirma; tú estas muerta, pero bien muerta. Aunque te vea andando por la vecindad y comprando en el mercado, aunque no pares de beber y de sollozar por tus hijos ya enterrados. Para él eres una muerta que nadie ha tenido el detalle de sepultar.



En cambio la muerte de Noé es una muerte que espera disfrutar lentamente. Quiere verlo caerse, llorar de dolor, sangrar hasta el desmayo, quiere darle de comer para después negarle el trozo de pan. Quiere ver hasta cuándo su buda de la abundancia le sabrá proteger.




Pero para eso Rofg se esmeraba en aprender a pelear. Se inscribió a lucha grecorromana en el centro deportivo del barrio. Entró al pentatlón, una especie de club de boy-scouts y campamento militar donde a los niños les enseñaban a ser “hombres”. Pero era un fracaso, en todas partes se repetía lo mismo. Demasiado pequeño para su edad, demasiado torpe para todo. Bueno para recibir golpes pero muy malo para darlos. Supo entonces que sus puños no serían el arma que esperaba y decidió ahorrar para comprarse una navaja.




Automática, de empuñadura tan plateada como el doble filo de su hoja. Escondió la navaja en la azotea, junto con todas sus tesoros más queridos. En las tardes, antes de encontrarse con Beatriz jugaba a apuñalar a unos enemigos imaginarios. En una de las veces que la lanzaba al aire para intentar cogerla en pleno vuelo se hizo una herida bajo la boca. Esperó a que la sangre dejase de salir para regresar a casa. Todavía conserva la pequeña cicatriz en el mentón, (en casa dijo que se había golpeado en el taller con el bordillo de la mesa de trabajo).




Nadie iba a ser más peligroso que Rofg y su navaja plateada. Hasta los boxeadores que habían vencido a su tío le temerían. Noé lo sabía de antemano y por eso disfrutaba golpeándole, por eso rompía sus dibujos y decomisaba sus juguetes.




Para que no se estropeen, decía con mofa. Yo te los guardo para cuando seas mayor.




Rofg se preguntaba para qué servía un juguete si no se podía jugar con él mientras veía como el púgil guardaba en un armario la nave espacial que un vecino le había regalado.




Recuerdo que recuerda que alguna vez el púgil les trató bien, no con cariño pero si bien. Los golpes y reclamos surgieron a partir de una de tus huidas. Rofg tendría cinco o seis años y ya empezaba a darse cuenta que tenía una deuda pendiente, que estaba en una casa en la que no tenía derecho a estar, siendo mantenido por alguien que no tenía ninguna obligación, viviendo una vida que tal vez le pertenecía a su hermano Arturo. Recuerdo que recuerda todas esas cosas y a sus diez años se esconde para que nadie le vea llorar y le da coraje, siente vergüenza de sí mismo porque en esos momentos es igual que tú, llorando por los rincones su apaleada vida.




Después de secarse las últimas lagrimas con la manga de la camisa y sonarse la nariz enérgicamente vuelve a sacar la navaja y piensa que ese filo tiene que abrirle camino por alguna parte.




De pronto le parece que es más fácil aprender a clavar una navaja que usar los puños. Cualquier chico del barrio le podría enseñar a usarla, muchos de ellos llevan o llevaron una navaja en el bolsillo de la chaqueta o clavada en el brazo o en la pierna. Unos llevan las de mariposa, las cortaplumas, las de barbero, las multiusos; otros llevan cuchillos de cocina, de carnicero, un trozo de vidrio con el mango hecho con retales de tela y hasta hay los que llevan un picahielos o un destornillador con la punta bien afilada.




La yugular, siempre a la yugular, le aconseja el Bull Terrier; un bravucón de barrio de cuarenta años que con cualquier pretexto cuenta la historia de cada una de sus cicatrices. La yugular, un piquete en la yugular y el güey sangrará como un cerdo. Y si sólo quieres chingar al cabrón unta ajo en la punta de la navaja y la herida cicatrizará, pero por dentro estará infectada.




Si hay que elegir entre las dos opciones Rofg elige la primera. Prefiere verlo como nunca se desplomó en la lona. Pero sobre todo quiere ser él quien tenga el gusto de acabar con su vida, quiere que por primera vez cambiar los personajes y descubrir la razón por la que el púgil le guarda tanto cariño a su papel de verdugo.




Rofg afila sobre el asfalto su navaja hasta que puede clavarla con facilidad contra la pared. Suspira pensando en que ya tiene el arma perfecta, ahora sólo tiene que ser paciente, esperar a hacerse mayor y juntar el valor que hace falta para matar a un cerdo.




Pero todavía no. Ahora es demasiado pequeño y torpe para hacerlo. Muchas de las veces en que Noé está cenando ocupado solamente en la retrasmisión del boxeo, Rofg se asusta descubriéndose a sí mismo mirando con atención la nuca desnuda del Púgil, imaginando que fácil sería coger una barra de hierro y darle un golpe seco que lo mate, y ya muerto seguir golpeándolo sin parar una y otra vez hasta hacerle añicos la cabeza.




Ya puede el buda de la abundancia con todo y su sonrisa y enorme barriga cuidar a Noé día y noche porque Rofg no hace otra cosa que pensar en el día en que se atreverá a matarlo. Ya puede la abuela dejar de rezar a toda su legión de cristos y santos porque no servirá de nada, porque nada ni nadie ayudará al boxeador como nadie ni nada le ha ayudado a él. Ya puedes temer Yolanda, porque si tienes la desgracia de seguir con vida Rofg se encargará de torturarte.




Mientras eso sucede Rofg va acumulando motivos para acabar con él. Va prestando atención a todas las historias llena de cicatrices que le cuenta el Bull Terrier y se sube a la azotea a acuchillar a un Noé invisible.




Todos los días, después de la faena en el taller se limpia la grasa con un poco de gasolina y mira los bidones llenos y piensa lo sencillo que sería robar uno, esperar a que anochezca, rosear un poco en la manta de Noé mientras duerme, lanzar una cerilla y verle agitarse en el fuego, oírle gritar de dolor como quien escucha su canción preferida y dejarlo quemarse hasta que las llamas se apaguen por sí solas.




Piensa tanto en matar a Noé como piensa tanto en Beatriz. Se sube a la azotea y escucha una y otra vez la cinta de música que le regaló don Jesús, la única cinta de música que tiene (…Woman I can hardly express / My mixed emotions at my thoughtlessness…Close your eyes/ Have no fear/ the monster’s gone…Children, don’t do what I have done/ I couldn’t walk so I tried to run/ So I got to tell you/ goodbye, goodbye…)No entiende esas canciones pero no le importa ni le importará saber lo que dicen esas letras hasta dentro de muchos años. Lo único que le importa es que esas canciones le hacen calmarse, le hacen dejar de pensar en matar a Noé y se siente en paz. Además cree que empieza a querer a ese hombre de gafas redondas que parece que le mira muy serio desde la portada de la cinta, empieza a querer a ese hombre que, según le contó don Jesús estaba tan muerto y enterrado como Arturo. Escucha la música tantas veces como puede y siente un poco de tristeza por esa voz ya apagada, y se siente ridículo llorando por un hombre que murió de un disparo bastante años antes (ahora que lo escribo debo reconocer que yo también me siento ridículo) se repite que es idiota al darse cuenta que en esos diez años de vida que tiene, este es el primer difunto que le duele, se siente estúpido por llorar de verdad por un músico muerto que nunca conoció.




Pero cómo no quererlo con esa música, cómo no quererlo con ese timbre de voz tan diferente a todos los que conoce, tan distinto al suyo, tan diferente a la voz ronca de doña Antonia, la vecina del segundo que cada tres minutos le chilla a su nieta porque no quiere comer la fruta, tan distinta a la desordenada voz de enrique, el chico de los Herrera que, según cuentan los vecinos, se golpea la cabeza contra el suelo para ver al demonio. Quiere a ese músico muerto que parece que le observa desde sus gafas redondas, desde esa carátula de papel, que parece que le habla desde esa cinta posiblemente encontrada en una montaña de basura.




Y en ese momento ya no quiere matar a nadie. Quiere ser músico y tener gafas y una guitarra pero sabe que eso no puede decirlo en casa, mucho menos frente a ti. Eso sería como decirte que quiere seguir los pasos de Agustín y eso le costaría otra paliza.




Ya te alterabas cuando lo veías jugando con la guitarra sin cuerdas de don Jesús. Rofg no quiere ni pensar en el día que te enteres que pasa muchas tardes escuchando música y que de pronto quiere aprender a tocar la guitarra, aunque con lo inútil que es, seguramente su carrera musical terminaría como todo, abandonándola por la culpa de sus manos tan torpes.





Mejor será esperar hasta tu muerte para empezar a tocar la guitarra. Tal vez le dé por buscar a Agustín para que le enseñe unos cuantos acordes. Quizás para entonces no sea necesario matar a Noé, pero mejor sí, mejor irse de casa después de prenderle fuego o acuchillarle o dispararle como al músico. Lo único que espera es que cuando aprenda a tocar la guitarra y se deshaga del púgil, Beatriz siga a su lado, que no se asuste y que sigan viéndose a escondidas para jugar al mejor juego del mundo, para que continué ese dulce mordisco que le hace sentirse tan vivo, mientras tú te vas matando en tu botella de alcohol.





Se anima pensando que tal vez para entonces su tartamudez haya desaparecido. Y no va mal encaminado porque sólo tartamudea cuando tiene miedo. El problema Yolanda (ahora lo sabes tan bien como Rofg, tan bien como este desconocido en quien me he convertido para ti, este que vuelve a ser consciente del que fue ahora que te escribe) es que en esa casa no hubo, no hay ni habra un momento en que el miedo le de tregua.



©RogelioJarquín 2011.

















martes, 21 de junio de 2011

3

Rofg sube y anda como funámbulo sobre un muro de la vecindad (escribo en presente y no en pasado, como dicen los entendidos que hay que contar los recuerdos, porque las conjugaciones poco importan en esto, poco importa si voy y vengo saltando del hoy al ayer y viceversa, poco importa el tiempo desde donde voy reviviendo lo que te cuento, desde donde hablo, yo que tanto esfuerzo hacía para hablar; poco importa si ahora es cuando escuchas Yolanda, tú que en vida parecías no escuchar a nadie) Rofg, avanza seguro, manteniendo el equilibrio sobre tres o cuatro metros de desgastados ladrillos, con trozos de vidrio incrustado en el cemento, hasta que por fin llega a la azotea de la primera casa; un techo de hormigón que sabe el más firme de la vecindad, sin goteras y con dos pequeños tragaluces desde donde se ve el interior de una cocina y un baño, una azotea que a pesar del polvo y las hojas secas, a pesar del montón de taburetes rotos, de los cadáveres de pájaros y varios cartones desperdigados Rofg cree que es el mejor lugar de la tierra, porque es donde más protegido se siente; porque en esos cuarenta metros cuadrados empieza y acaba su reino. Ahí puede mirar sin que le miren, puede ver a su tío boxeador entrar al callejón, ver a su abuela irse a trabajar, ver en la esquina pelear a su hermano Mario con un chico de otra vecindad, ve los patios de las casas del otro lado de la calle, el techo de su casa, el de los vecinos, la azotea porosa de los baños comunitarios, las marañas de los tendederos del barrio y la ventana de la casa de enfrente de la vecindad, donde todos los días se asoma Beatriz, la niña de su edad con la que en algunas tardes se esconde en un rincón del patio de la vecindad para jugar a morderle los labios.


En esa misma azotea vio volver a su madre, te vio regresar una vez más Yolanda, con el pelo cubriéndote la cara, arrastrando los pies, flaca y derrotada.


Desde que desapareciste la primera vez tus tres hijos escuchaban de la abuela la misma cantaleta, las mismas mentiras sobre ti una y otra vez. Decía que te habías ido a trabajar muy lejos, que te esforzabas mucho para conseguir una fortuna y poder comprar una casa para todos. Brenda, tu hija mayor, de tanto oír la misma historia un día dejó de creerla y empezó a odiarte en la distancia. Mario quizá jamás creyó una palabra de todo eso o tal vez lo creyó demasiado como para hablar del tema después de la desilusión. Rofg siempre lo creyó y te veneraba en la distancia mientras te imaginaba trabajando día y noche para comprar una casa como afirmaba la abuela, con una cama para cada uno, seca, sin goteras en el techo y con las cuatro paredes firmes, de ladrillo y cemento, y con cerradura y picaportes en las puertas como las de la gente pudiente.


Todos los días antes de salir de casa la abuela rezaba frente a un altar atiborrado de figuras religiosas y objetos cabalísticos. Rofg imaginaba que la abuela necesitaba todos esos santos para encomendar a cada uno de ellos la protección de sus nueve hijos. Rofg miraba con atención a la abuela rogando por tu regreso a san Judas Tadeo, patrón de los casos difíciles y desesperados. Rofg creía que esa figura de yeso tenía algo de mágico pero a veces fallaba un poco porque tú te marchabas y volvías de alguna parte siempre con las manos vacías pero llena de promesas, de rencor contra el padre de tus hijos y con suplicas empapadas de alcohol.


La última vez que volviste Rofg no recordaba tu rostro pero si recordaba con claridad cuando le hablabas de tus hijos muertos, de Arturo, de cómo murió para que él viviera, de cómo sus hermanos fueron enterrados en neveras de corcho blanco que el ayuntamiento en su enorme bondad obsequió, de cómo terminabas llorando y maldiciendo a Agustín, a ese hombre que decías era un mal nacido, un carterista, un ladrón de poca monta, un mugroso guitarrista de bares que siete veces hizo equivocarte, siete veces te metió en su cama, siete veces te hizo parir engendros que te hacían recordarle todos los días. Rofg recuerda cuando lo llevabas a escondidas a ver a ese hombre que se parecía tanto a él pero que jamás llamó padre y que nunca vio besarte. A quién si recuerda que besabas a escondidas era a un tal Fernando. Rofg recuerda la vez que llevaste a tus tres hijos a verle, haciéndoles prometer que guardarían el secreto para siempre (promesa que hoy ha roto) y que tuvieron que esperar más de tres horas dentro de un volkswagen destartalado mientras tú tal vez te volvías a equivocar pero en esta ocasión con el novio de una de tus hermanas. Ahí, subido en la azotea, viéndote volver por última vez Rofg recordó (igual que ahora yo recuerdo) que siempre que reías era por Agustín o por Fernando o cualquier hombre con el que te vio besarte pero jamás por tus hijos.


Una semana, una sola semana bastó para que a Rofg se le acabase el cariño que te tenía, ese que alimentó en tu ausencia imaginándote como una heroína salvándole de las patadas de tu hermano el púgil. Una semana bastó para que Rofg entendiese el rencor que te tenía tu hija Brenda y pidiese a la Virgen del Carmen tu partida con la misma devoción que la abuela había pedido tu regreso.


La abuela les había inculcado la creencia de que si el gato se acicalaba en la puerta de casa quería decir que vendría una visita inesperada, y la orientación de sus patas señalaban el punto cardinal de donde procedía. Rofg miraba al gato y esperaba que tú fueses esa visita. Pero no fue el gato sino la abuela la que avisó de tu regreso y tu hija Brenda amenazó con irse en cuanto tú entrases a la vecindad. Hacía un par de años que se había escapado pero no habías sido la causante sino los bofetones que el púgil le propinó una noche que llegó tarde a casa. Estuvo dos meses desaparecida pero al final Diego, el más pequeño de tus hermanos (el único al que tus hijos guardaban verdadero respeto y cariño) la encontró y la convenció de regresar. También Mario se había escapado pero la decisión de fugarse le duró tan sólo una tarde. Siempre que el boxeador terminaba de golpear a Mario y a Rofg por no haber limpiado bien los zapatos o no haber lavado las vendas del gimnasio (cualquier excusa era buena) ellos acababan hablando de que algún día se escaparían juntos y que volverían al cabo del tiempo para matar a golpes al boxeador. De sobra sabes que nunca se marcharon juntos y que por lo menos Rofg jamás devolvió ni uno de esos golpes recibidos.


La abuela les dijo que volverías pero un poco enferma y que tenían que cuidarte y quererte mucho. Ese mismo día tu hija Brenda se mudó a casa de una de tus hermanas, la misma hermana que ignoraba que había compartido contigo la cama de su queridísimo Fernando. Ese mismo día la abuela rezó y lloró más que nunca, ese mismo día Rofg se subió a la azotea para vigilar el callejón esperando ilusionado tu llegada. Creía que por muy mal que vinieses sabrías defenderle a él y a su hermano de las casi diarias palizas que les propinaba el púgil. Una semana le bastó para darse cuenta que estaba muy equivocado, que tú no defenderías a tus hijos, que no estabas dispuesta a dar la cara por ellos y que los únicos hijos que quisiste fueron a aquellos que tuvieron la prudencia de morirse antes que tú.


Una semana bastó para que Rofg desease no haberte visto nunca, para que se preguntase si los gatos también tienen alguna clave, una señal para anunciar que las visitas por fin se van por donde vinieron.


Mario y Rofg te recibieron con llantos, besos y abrazos mientras la abuela agradecía el milagro a san Judas Tadeo. Rofg recuerda aquella tarde como la primera y última vez que le trataste con verdadero cariño. Porque después te costó tan poco decirle lo inútil y torpe que era, te costó tan poco empezar a hablar de tus hijos muertos, del miserable de Agustín y de lo mucho que sufrías. Te bastaron unos cuantos días para que empezaras a amenazar a Rofg y a Mario con inventarse algo para que el púgil les golpease sino te traían una botella de ron. Tus ojos amarillos y el temblor de tu pulso hacían más amenazadoras tus palabras y Rofg aprendió a odiarte. Una semana bastó para que te volvieses uno de las razones por las que Rofg prefería aislarse en esa azotea.


En esa azotea Rofg jugaba a ser cualquier cosa y miraba el cielo que siempre parecía amenazar con caerse. Pasaba las horas esperando ver a Beatriz y se asomaba por los tragaluces para espiar a las vecinas que, según tus propias palabras eran unas putas, brujas y satánica, pero Rofg jamás vio algo raro ni sobrehumano, ni en las paredes había fotos de los vecinos con alfileres clavados como siempre afirmaste.


Mientras Rofg se mantenía a salvo de ti y de tu hermano tú esperabas inquieta a que se fuera tu madre para poder sacar de su escondite tu preciada botella. Y creías esconder tu aliento a ron con pastillas de eucalipto que también ocultabas bajo las ropas. Esos fueron tus mejores momentos porque después el ron ya no te fue suficiente y mandabas a Rofg a comprar a las farmacias alcohol de noventa seis grados. Lo mezclabas con refresco de naranja no para suavizar el sabor sino para que la felicidad te durase un poco más. El final de la botella siempre era el mismo; terminabas bañada en mocos y llanto, con la voz quebrada y el temblor de tu mano en aumento. Al púgil parecía no importarle que bebieses, a tu hermana tampoco parecía importarle ni a tu hija Berta que, desde que volviste jamás te dirigió la palabra, a Mario tal vez le importaba pero nunca dijo nada, a Rofg le daba exactamente igual la forma de tu partida, si era por la puerta o desde la botella de alcohol. Solo a la abuela parecía verdaderamente importarle tu salud, porque incluso tú parecías no darte cuenta de tu lamentable estado.


Miento. En esa época había también un hombre que se preocupaba por ti. Se llamaba Jesús y era casi un anciano cuando se enamoró de ti. Os habéis conocido cuando tú estabas desaparecida, trabajando en los camiones de basura. El era el conductor a punto de jubilarse y tú una de las chicas que se encargaban de separar el cartón y el vidrio para después venderlo por kilo. Cuando volviste con tu madre e hijos ya llevabas un par de años con él. Al principio la abuela te prohibió que estuvieses con un hombre que podía haber sido tu padre, y tú, como de costumbre, ibas a visitarlo a escondidas. Llevabas a Rofg para que te cubriese las espaldas, para que la abuela creyese que estabas en misa o en el mercado. Rofg te acompañaba de buena gana porque se la pasaba muy bien en la casa de don Jesús, en esos veinte metros cuadrados llenos de discos, de barcos en botellas de cristal verde, con una pila de revistas y barajas, con esa guitarra sin cuerdas que colgaba de la pared y un tocadiscos que zumbaba como avispa. Se la pasaba bien porque don Jesús le enseñaba sus propios tesoros encontrados en la basura. En esos veinte metros cuadrados escuchó por primera vez un disco de Lennon y por primera vez vio una foto de Charlot. Don Jesús bajaba la guitarra y enseñaba a Rofg los trucos y movimientos para imitar al rey. Rofg movía la pelvis y creía ser feliz repitiendo una y otra vez los pasos aprendidos. Pero esos momentos se rompían cuando a ti se te acababa la botella. Decías entre llantos lo pobre y miserable que eras por tener un hijo tan payaso, un inútil que no serviría ni de bufón. Rofg se preguntaba por qué rompías esos momentos, por qué le llevabas a esa casa precisamente a él tan torpe. Don Jesús intentaba calmarte mientras veía preocupado a Rofg. Después de vomitar dos o tres veces terminabas rendida, durmiendo en un rincón del cuarto. Entonces don Jesús continuaba enseñándole a Rofg los objetos más maravillosos que había encontrado en la basura. Él fue quien le regaló su primer radio casete y las primeras cintas de música que escuchó. Todo esos regalos los escondía en la azotea porque sabía que si el púgil se los encontraba los hubiese roto o quemado en un instante como hizo con sus dibujos, como quemó a la rana que Rofg se había encontrado croando en uno de los lavaderos y había adoptado de mascota. Rofg sabe que si quiere proteger algo tiene que esconderlo en la azotea de la misma forma que se esconde él, con el mismo cuidado que tú escondes la botella entre las macetas de tu madre.


Hubo momentos en que mientras don Jesús le contaba alguna historia a Rofg, este rogaba que no te despertases nunca para que nunca tuvieses la oportunidad de estropear ese instante, esas breves tardes en que Rofg se sentía bien consigo mismo, sin importar su torpeza o su forma de hablar, escuchando a un hombre que en nada se le parecía y que podría haber sido tu padre pero que Rofg hubiese dado todo por ser hijo suyo. Tú volvías a la vecindad de mal humor y un fuerte dolor de cabeza, Rofg volvía sonriendo con pequeños regalos en los bolsillos del pantalón, con esos tesoros que don Jesús rescataba de una caja para compartirlo con él. Regresaba feliz con esos tesoros que se apresuraba a esconder en la azotea.


Porque en esa azotea tiene lo que más quiere; tiene su música, sus tizas de colores, sus pequeños juguetes encontrados en la basura, tiene un lugar en calma, tiene sobre su cabeza un cielo gris y sucio, un lugar sin ti y sin el boxeador, con una ventana del otro lado de la calle, donde si es paciente podrá ver a Beatriz, silbarle, hacerle señas con la mano para que lo mire haciendo piruetas y le haga reír como sólo ella sabe hacerlo y que a Rofg le parece difícil, con esos dientes tan blancos y esa mejillas donde se le forman hoyuelos y esa boca que a veces muerde porque sí, porque le gusta, porque le recuerda a esos caramelos de cereza que venden en la tienda de la esquina y que él, cuando hay mucha gente, aprovecha para robar.



©RogelioJarquín 2011.

jueves, 9 de junio de 2011

2

Así me va la vida Yolanda, llevándote a cuestas desde hace años y desde tan lejos. Pero a pesar del tiempo nunca me han dejado de sobresaltar tus cada vez más seguidas visitas; porque te me apareces sin previo aviso y sin previo aviso despareces. Te metes de pronto en mis sueños como un personaje extraviado, rompes de golpe las historias que me cuento dormido, me golpeas desde dentro de la cabeza y me traes al lado del insomnio. Y me desvelo recordando con nostalgia aquellos años en que no habitabas mi memoria. Porque incluso a mi me parece mentira que extrañe esas noches en que no pertenecías a esos dolores que me mantenían despierto, incluso a mí me sorprende que prefiera recordar la calle y el infierno en que a veces se convertía el internado antes que volver a ver tu rostro.

Es irremediable tu presencia Yolanda. Sin poder evitarlo veo como de un tiempo para acá invaden mi mente imágenes de nuestro pasado compartido y amargan este presente. Vienes con tus manos de muerta a tocar mi vida, a abofetearme con tu presencia, a escupirle a la cara al Jarquín de Madrid. Me visitas tal como te conocí, tan muerta como siempre (porque ahora ambos lo sabemos, ya estabas muerta antes de morirte del todo) tan descompuesta, tan pálida y tan enterrada en ti misma. Te vuelvo a ver con tus ojos amarillentos, llorando por tus seis hijos muertos mientras desprecias a los tres que siguen con vida.

¿Te acuerdas mujer? ¿Te acuerdas de mis hermanos hambrientos o enfermos que nunca conocí, pero que me obligaste a sentirme culpable por su muerte? ¿Te acuerdas Yolanda? ¿Te acuerdas que me exigías pedir perdón por estar vivo en lugar de mi hermano Arturo?

Espero que ahora que estas tan muerta como esos hijos tuyos tengas un poco de felicidad que te faltó en vida, aunque lo dudo; tal vez ahora sean ellos a los que torturas mientras sollozas porque ninguno de tus hijos con vida lloró en tu entierro. Espero de verdad que la muerte te diese la sobriedad que te faltó en vida para que pongas atención a todo lo que te quiero contar, para obligarte a recordar lo que yo recuerdo, para mostrarte la vida que he tenido sin pensar ni un día en ti, para que por fin me dejes seguir mi camino, para que nunca más vuelvas a mi memoria.

Perdona si no puedes reconocerme en mis palabras, pero han pasado muchos años y he cambiado tantas veces en poco tiempo, he mudado tantas veces de nombre, de gente y de ciudades que mi hablar ha perdido su inseguridad y tartamudez original, e incluso mi voz escrita parece haber adoptado un acento de todas o ninguna parte. Yo mismo al recordar mi infancia no me reconozco en ese niño de ocho años buscando tesoros ocultos en una montaña de basura. Me cuesta trabajo descubrirme en uno de tus hijos, en ese que de día trabajaba de aprendiz en un taller mecánico, y que de noche ganaba un par de monedas extras tirando los desperdicios de los vecinos en un callejón vacío tras una clínica, y que antes de dejar las bolsas de basura en la acera solía abrirlas para buscar cualquier cosa para jugar. Siempre volvió a casa con pequeñas fortunas en los bolsillos; unos dardos con las puntas dobladas, una ficha de dominó, una cinta de música o un sheriff sin piernas. Tú le esperabas escondida bajo una farola sin luz, frente al portal sin puerta de la vecindad, y con tu ensayada voz de desvalida (que yo) que él siempre odió, le mandabas a comprar una botella de ron barato.

Tu hijo te traía doscientos cincuenta mililitros de felicidad que te apresurabas a beber bajo la luz extinta de la farola. Tal vez creías que Rofg (como siempre me llamaste le llamaste, con una efe y una ge que se prolongaban como si el resto del nombre se te atorase en la garganta y te obligase a escupirlo de cualquier forma) era un aliado fiel porque te ayudaba a esconder el resto de la botella entre las macetas sin siquiera mirarte a los ojos y sin decirte ni una palabra. Quizá creías que Rofg era demasiado ingenuo para este mundo porque muchas veces llegó a pagar de su bolsillo tu dosis diaria de alcohol. Te equivocas, no era bondad ni mucho menos cariño por lo que él procuraba que estuvieses bien abastecida de ron. Todo lo contrario Yolanda. Cada noche tu hijo Rofg suplicaba frente a una imagen de La Virgen del Carmen que te apagases para siempre igual que la farola de la calle, o por lo menos que te volvieses a marchar de casa como ya tantas veces habías hecho, o mejor aún, que él mismo algún día juntase el valor suficiente para salir corriendo y no detenerse hasta estar muy lejos y a salvo.

Tres veces por semana dos repartidores con uniforme gris y desaliñado llegaban en un destartalado camión y ofrecían a gritos bombonas de gas butano; iban de vecindad en vecindad dejando rodar calle abajo tres o cuatro bombonas al mismo tiempo. Rofg miraba desde una azotea como en cada casa repartían sucias y golpeadas las mismas bombonas que antes brillaban desde lo alto del camión. Allí arriba Rofg se preguntaba si no eran esos golpes los que provocaban que algunas noches el violento silbido de un escape de gas despertara a todo el vecindario. La gente salía en plena madrugada con lo puesto y corría hasta la esquina mientras algunos vecinos intentaban tapar la fuga con una pasta de jabón. Rofg buscaba desesperado bajo la cama al gato de la casa pero tú le decías que no fuera idiota, que los gatos son los primeros que corren sin parar hasta no estar bien a salvo; que aprendiese un poco de ellos porque con lo animal, lo lento y torpe que era seguramente sería uno de los primeros muertos en la explosión y lo tendría bien merecido. Rofg ni te miraba a la cara pero salía corriendo hasta la esquina de la calle, apretando los ojos y puños, odiándote con sus ocho años de vida animal, lenta y torpe. Y con los mismos ocho años ruega a la virgen del carmen tener valor para que la siguiente fuga de gas sea un poco como el escurridizo gato y corra más allá de la esquina, más allá del barrio y más allá de la casa llena de tíos, de abuela y hermanos vivos y muertos, más allá de ti Yolanda, de tus palabras, de tu mirada amarilla y tu aliento a ron.

Después de unos minutos de miedo los vecinos logran tapar la fuga y todos pueden regresar a casa, pero esa noche ya no concilian el sueño hasta la mañana siguiente, hasta que ven llegar unos despreocupados bomberos que sin decir palabra se llevan la bombona de butano.

Rofg mira como vuelven los repartidores de gas dejando rodar calle abajo unas nuevas bombonas y sabe que volverán a venderlas con demasiados golpes, que volverá a suceder, que volverá a correr con lo puesto y sólo llegará hasta la esquina para ponerse a salvo junto a los demás vecinos. Sabe Rofg que todo terminará en un susto, en una noche en vela, en ti, Yolanda, en tus miedos, en ti hablando con la abuela, en vuestra certeza de que los vecinos conspiran contra todos en la casa, de que vienen de noche a abrir las bombonas de gas por envidia, por que quieren verlos sufrir. Rofg se pregunta cómo puedes creer eso, cómo puedes sospechar que exista alguien tan miserable como para quererlos ver muertos. Por más que piensa en cada uno de los vecinos no puede imaginar quién puede tenerles envidia, quién puede envidiar esa casa llena de gente, hecha con trozos de madera, ese techo de laminas de cartón sobre vigas podridas, esa cama de matrimonio donde duermen seis personas, quién puede tenerle envidia a él, quién quiere tener como tío a un boxeador frustrado; quién puede envidiar sus golpes, tus golpes, quién quiere vivir en esa casa con un televisor en blanco y negro que funciona mal, en esa casa sin baño ni lavabo propio, en esa casa frente al alcantarillado de la vecindad, donde los olores en verano se meten hasta en los sueños; quién puede tenerle envidia a su mano derecha tan torpe, a su tartamudez y a su pelo negro y duro. Quién Yolanda, se pregunta Rofg, quién puede envidiarle de ser uno de tus hijos.

©RogelioJarquín 2011.

viernes, 27 de mayo de 2011

1





Madre. Escribir madre resulta una palabra muy solemne para una carta como la que quiero escribir. Llamarte mamá me sigue pareciendo demasiado cariñoso para referirme a ti, a usted. Supongo que Yolanda, el nombre que recuerdo como suyo, mantiene la distancia justa entre nosotros. Si, Yolanda es la mejor forma de nombrarle, de empezar esto, sin frialdad, sin protocolos tirados en el suelo estorbando el paso, pero sin violentarnos en un obligado abrazo. Es lo mejor porque usted se encuentra muy lejos y yo estoy con una necesidad de sincerarme con el mundo, incluso con usted. Será difícil romper la distancia porque no sólo se trata de kilómetros de tierra y mar, no se trata simplemente de fronteras y de la diferencia entre nuestras edades (aunque en realidad nunca he sabido la suya y de la mía a veces dudo) también se trata de la diferencia que, supongo, existe entre su tiempo y mi tiempo. Y no hablo de esas horas que parece que se consumen de este lado del mundo, no hablo de la descoordinación que hay entre los relojes de la tierra (que tristeza de humanidad que hasta su tiempo tiene fronteras) ni de esas horas de sueño que pierde en los vuelos trasatlánticos. Es simplemente porque le escribo desde mi tiempo y a usted no le queda otro remedio que confiar en que lo que le escribo es la verdad. Yo no puedo hacer otra cosa que escribir mientras siga vivo y usted no sabe hacer otra cosa que callar desde su muerte.

Cualquiera que me conoce sabe que con facilidad caigo en el humor negro y no le sería extraño verme escribiendo una carta a uno de mis tantos muertos. Pero esto es distinto porque usted, Yolanda, es un muerto del que no tengo noticias. No, no sólo es que no haya tenido conciencia de su muerte, tampoco la he tenido sobre su existencia. La madre al igual que la patria o dios siempre me ha servido como imagen a la que los demás idolatran y yo simplemente ignoro o utilizo como blanco perfecto para lanzar mi humor previamente envenenado. Pero ahora le escribo porque no sé, porque imagino que es un pretexto para enterrarla ya del todo. Desde aquí, desde nuestra distancia mutua creo que los dos estamos lo suficientemente cubiertos como para no obligarnos al cariño (que según el mundo debería ser innato entre nosotros) y con la libertad de alejarnos de vez en cuando sin remordimientos.

No se trata de un reencuentro novelesco. No se trata de fingir que ahora nos queremos, que nos perdonamos mutuamente para por fin usted muera y yo viva en paz. No tengo el menor interés de pedir perdón por mi existencia y tampoco tengo intención de reprochar nada.

César, un viejo amigo, siempre me ha dicho que enterrar a un muerto es desenterrar a todos, como si al enterrar removiese la tierra de los mal enterrados. Supongo que tiene razón y mientras he ido enterrando a alguna gente al mismo tiempo he ido desenterrándola poco a poco hasta tenerla al ras de la tierra.

Es seguro que se estará preguntando por qué le escribo a usted y no a mi padre. Sencillamente es porque no hace falta. Desde siempre he tenido amigos que paletada tras paletada me han ayudado a enterrar a mi padre muy bien. A usted en cambio, sé que intentar enterrarla sería en vano; sería inútil lanzarla a una fosa más profunda porque tarde o temprano volvería a salir. Hay bastantes rasgos en mi rostro que diariamente me recuerdan de donde vengo y eso me da miedo. Y es cuando todo se vuelve un espiral porque me asusta temer; porque es cuando más me le parezco, porque usted misma vivió y murió de esa forma, porque toda usted, Yolanda, era un miedo de carne y huesos.

Por eso le escribo, por eso me acerco a usted para por fin alejarme para siempre, para desconocerla tanto como a mí mismo. Para contarle las cosas que aquí suceden, para contarle las cosas que me gustaría ser capaz de contarme.





©RogelioJarquín 2011.